No conocí los seis primeros,
pero les contaré del último;
el séptimo y el más grande,
en el que, por amor,
dió su vida y su propio corazón.
Era Inés una mujer
de altas convicciones,
de un preciado y noble corazón,
de una sonrisa embrujante
y arcangélicas facciones,
que vivía en un amplio mundo
lleno de fantasías e ilución.
Raquel, por otra parte; mujer de mundo,
conociendo y derrochando hombres a su paso,
de figura celestial y unos ojos hechiceros;
envolviendo en sus juegos a cualquier mortal.
Fué la brisa, el silencio, el destino, o qué se yo,
pero un día sus caminos -hasta entonces diferentes-
se cruzaron, y bien, si no fué al instante,
las dos mujeres se enamoraron.
Se vieron en diferentes ocasiones sin decirse nada,
curzando palabras y una que otra mirada,
pero ambas reflejaban en sus ojos
la interior pasión que poco a poco se encarnaba.
Un buen día, con ecepcionales circunstancias,
se encontraron solas en la vieja casa verde
y sin tener que confesarse nada,
sus ojos -como siempre- y sus bocas
se hallaron encontradas.
Lentamente y con fuerza se tomaron,
la una a la otra con caricias y besos se desnudaron,
del pecho de Inés colgaba un crucifijo,
y en la espalda de Raquel un lunar infinito,
y en aquella tarde de un otoño agonizante
todo su amor las amantes confesaron.
Es condiendo su amor de los diretes de la gente
se encontraban cada tarde
en aquel refugio verde
y cada tarde como vez primera
enlazaban sus cuerpos
al calor de una vieja chimenea.
Mozalbete traicionero, ambicioso y entrometido,
quien por dinero siguió a Inés hasta su nido
y corriendo y tropezando al pueblo como liebre
fué a contar del inapropiado amorío.
Condenaron por pecado a las amantes en la horca,
pues separarlas por más nunca pudieron
ya que el amor que sintieron
no distinguió su clase ni su sexo
y le dieron fin al amor más grande y correspondido.
Murió Inés en la horca aquella noche,
abrazando el crucifijo colgado en su pecho,
rogando a dios le perdonara
el haber dado su vida y corazón por amor...un amor correspondido.

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